Érase una
vez, una mujer muy inteligente.
Aquella
mujer era negra como el carbón húmedo y tenía una voz que sonaba como un rió
alegre con su melodía viva y dulce. Tenía unos ojos fulgentes como las primeras
luces del amanecer y en los que se podía ver singularidad, talento y fuerza.
Aquella mujer había estudiado en las mejores universidades de su país de
acogida. Había tenido las mejores notas de su promoción, lo que le valió un
puesto en una pequeña empresa y con su módico sueldo podía sobrevivir a sus
necesidades y a las de su pequeña familia que se había quedado en África.
En el
nuevo trabajo había tenido problemas desde el primer momento. En su
primer día de trabajo, encontró un mono de peluche encima de su silla, con un
mensaje claro y conciso: “Tú”. Así que eso era ella. Un mono de
peluche. Aquella primera vez que lo recogió, no sabía qué pensar o qué decir.
Ella siempre había intentado sonreír a todo el mundo y trabajaba porque le
gusta trabajar y tampoco aspiraba al puesto de nadie…entonces ¿por qué le
costaba tanto encajar con toda esa gente? ¿Por qué tenían que compararla con un
mono?
Decidió
no darle importancia al tema. Como mujer sabía que era, sabia que no debía de
enfadarse. Dicen que “hierre
quien puede y no quien quiere”. Pero
la cosa siguió. Cada mañana, aparecía un mono de peluche encima de su silla...
Después
del duodécimo mono de peluche y después de pensar mucho, al final llegó a la
conclusión de que tenía que esforzarse más para que supieran que ella era una
mujer culta, y con cualidades sociales remarcables y no un mono, animal primate
no humano. Pero se equivocó, porque aunque redobló de atención hacía sus
compañeros, seguía apareciendo un mono de peluche cada mañana en su silla.
No sabía
quien lo hacía. Podía dudar de todos porque nadie se acercaba mucho a ella. Entonces
la mujer decidió pasar de sus compañeros. Después de todo, su obligación era
cumplir con su horario y con su trabajo. No necesitaba hacer nada más. Pero su
actitud desenfadada tampoco cambió nada. Los monos seguían multiplicándose en
su habitación… Más y más peluches. Los tenía todos en su casa.
Allí
estaba el primero de todos, en la cabecera de su cama. Allí, el segundo y
también el tercero justo al lado del armario; En este rincón había más… Y allí,
y allí.... Decenas de peluches mirándola, con un aire burlón como mofándose de
ella.
Y de
repente, tuvo una idea genial. Claro. Monos de peluche. Juguetes. Juguetes para
sus hermanas, para sus primos, para sus sobrinos, juguetes para los hijos de
los vecinos de su pueblo. Se sintió tonta al pensar que se quedaba noches sin
dormir, temiendo encontrar el mono de peluche en su silla por la mañana.
Y desde
aquel día, iba al trabajo contenta, sabiendo que alguien más se habrá ganado un
regalo. Cogía los monos con cariño de su silla y sonreía más porque ya no sólo
era un mono. Era un objeto de divertimiento para algún niño que ella conocía.
Y un buen
día, cesó. Un día, ya no hubo más peluches.
Pero
cuando cesó, ella ya tenía su cargazón de monos. E indescriptible fue la
sensación que tuvo viendo sus sobrinos y los niños de su gran familia,
abrazados a los monos de peluche, entusiasmados y cautivados por el gran regalo
de su tía recién llegada de Europa. Risas, gritos de alegría y algún que otro
llanto de niño, calmado por un achuchón materno.
- ¿Y quién te ha regalado tantos monos de peluche, hija? Le preguntó su madre cuando estaban con las otras mujeres sentadas viendo los niños jugar.
¿Qué le
iba a decir?
- Amigos, mama, amigos…
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