África de ayer, memoria de los ancestros, imperios y reyes, batallas y conquistas, leyendas y cuentos. Esa también es nuestra África, tanta Historia desconocida.
Y para empezar en este gran viaje, el texto de Manuel Serrat
Crespo, traductor y autor de varios libros, divulgador de la cultura de los países
africanos francófonos…
A 350 kilómetros al
norte de Bamako, en la actual república del Mali, la monotonía de la sabana se
rompe de pronto para ofrecernos, puesta al descubierto por excavaciones y
búsquedas la tumba de una ciudad. Sus ruinas nos hablan de una gran urbe
comparable, por extensión y número de habitantes, a las que en su tiempo
-siglos XI y XII- comenzaban a levantarse en Europa fruto del incipiente
desarrollo del comercio y la artesanía. Es, al parecer -pues los estudiosos no
se han puesto de acuerdo al respecto-, Kumbi, la antigua capital del legendario
país del oro, origen y objetivo de caravanas que, atravesando el infierno arenoso
del Sahara, ponían en contacto las riberas mediterráneas con las riquezas de
Ghana, el primero de los imperios sudaneses de que dan noticias las crónicas de
los viajeros árabes.
Y
cuando se contemplan esas ruinas, cuando se comienza a conocer una historia
rica en acontecimientos y en convulsiones, sorprende la ignorancia, el absoluto
desconocimiento que rodea -en España- los avatares de los reinos y los imperios
del África subsahariana. Para cualquier español, el continente africano es,
todavía, un amasijo de chozas de barro y salvajes emplumados cuyas
características permanecen inamovibles generación tras generación, o
simplemente se piensa en este continente como el feudo de tiranuelos más o
menos ridículos, más o menos sangrientos que sumergen sus países en un caos
político. Nada se sabe de su pasado y, sin embargo, el imperio de Ghana (que
nada, o muy poco, tiene que ver con la Ghana actual -este país, situado en el
Golfo de Guinea, tomó después de su independencia el nombre del antiguo imperio
subsahariano-) fue fuerte y glorioso cuando Europa vivía las «tinieblas de la
Edad Media». Fue fundado en el siglo IV de nuestra era, al parecer por una
dinastía blanca substituida, inmediatamente, por los negros sarakolé. En el
siglo VIII, sus soberanos elaboraron una compleja y perfeccionada
administración pública, en la que no faltaban ni siquiera las tasas e impuestos
a la importación y exportación de productos, y su riqueza en oro, cuyo origen
era celosamente ocultado a los extranjeros, le convirtió en el principal
proveedor del metal precioso para el área mediterránea, antes del
descubrimiento de América. Ese esplendor, naturalmente, debía despertar las
ambiciones y las ansias de conquista de quienes lo conocían, y el centenario
imperio ghaneano tuvo que sufrir la invasión de los almorávides que, no
obstante, tardaron un cuarto de siglo en apoderarse de su capital y no pudieron
permanecer en ella mucho tiempo, marchándose sin dejar otra huella de su paso
que una superficial islamización de las clases dirigentes sarakolé que
justifica -a decir de los entendidos- la ausencia de figuras humanas en las
artes del imperio.
Tras
la partida de los almorávides, llamados a sus conquistas hispanas, Ghana siguió
subsistiendo como imperio, herida ya su pujanza que debía inclinarse, por fin,
ante el empuje victorioso de Sundyatá, el león del Mandinga.
Amadou Hampaté Ba, escritor y
sabio -con esa sabiduría tradicional africana que no es la riqueza de
conocimientos sino la profundidad en la contemplación- ha dicho que hoy cuando,
en África, muere un anciano su muerte representa lo que representaría en Europa
el incendio de una biblioteca, porque la historia y la narrativa, la leyenda y
la poesía africanas no existen, en su mayor parte, más que oralmente; África
-el África subsahariana- es un universo de literatura oral, un universo cuyos
conocimientos se transmiten de padres a hijos, de maestro a discípulo, y hoy
los hijos, los discípulos, han desertado masivamente para alinearse en las
filas del transistor y el automóvil, tal vez de la medicina y la ingeniería.
Pero antes de la catástrofe final, antes de que los «bulldozer» derriben el
último gigante de la selva cada vez más amenazada, antes de que todo un
universo desaparezca tragado por la climatización y el asfalto, nos ha sido
posible acercarnos todavía a la voz de los «griots», esas bibliotecas
africanas, los hombres que acumulan y se hacen portavoces de la historia de
todo un pueblo, para escuchar de sus labios el esplendor del Mandinga, el
imperio del Mali.
Cuando,
en 1240, Sundyatá destruye y se apodera de la antaño poderosa Ghana, «el hombre
de los múltiples nombres contra quien nada pudieron los hechizos» ha entrado a
formar parte ya de la leyenda (o de la historia) africana. Nada le detuvo, ni
el destierro, ni las intrigas familiares; sabiéndose elegido para un destino
poco común, príncipe a quien los augures habían vaticinado un imperio,
Sundyatá, «hijo del búfalo», recompuso y organizó un reino que tras la muerte
de su padre se había dividido y caído en manos de Sumaoro Kanté, el hechicero
rey de Sosso. A orillas del Sankarani, afluente del padre Níger, Niani -la
ciudad cuna y tumba de Sundyatá- fue llamada, a partir de entonces, Niani-ba
(Niani la grande), tal era el auge que adquirió la urbe; los mercaderes la engrandecieron
y los emisarios llegaban de los cuatro puntos cardinales para pagar su tributo
y someterse al rey del Mandinga.
Pero las conquistas malinké (que
así llamaban los vecinos fulbé a los hombres del Mali) no debían detenerse tan
pronto; empujado por los relatos de los «griots» que le hablaban de Dyul Kara
Naini -el rey que, partiendo del este, llevó al occidente su poder y su
imperio- Sundyatá, el último de los siete conquistadores del orbe, quiso emular
sus proezas y, como el mismo Dyul (a quien los europeos conocen por Alejandro
Magno), pero en sentido inverso, Sundyatá partió de poniente para dirigir hacia
el este la fuerza de sus ejércitos.
Inmensas
fueron las posesiones y las riquezas del Mali, su fama traspasó el desierto en
todas direcciones y los islamizados príncipes mandingos acudían a La Meca para
realizar la peregrinación ritual. En 1324, Gongo Muza, el más grande de los
sucesores del «hijo del búfalo», se dirigió a la ciudad santa acompañado por un
inmenso séquito, cuya riqueza llenó de asombro y admiración a los hijos del
Profeta; y, cuentan las crónicas, era tal la generosidad del soberano mandingo,
tal la largueza de sus limosnas, que la cotización del oro cayó en los mercados
de El Cairo durante el paso de su comitiva por la ciudad. A su regreso, Muza se
llevó consigo al Mali numerosos y reputados artistas y filósofos árabes que
hicieron de su corte un emporio de cultura que mantenía continuadas relaciones
con los reinos de Marruecos y de Egipto.
Sin
embargo, como todos los demás, también el poderío mandingo se derrumbó
aplastado por la decadencia de sus príncipes y por la rebelión de los pueblos
sometidos ante las arbitrariedades de los administradores imperiales. Los
songhai, tributarios del Mali, se liberan; los tuareg se apoderan de Tombuctú
en 1435 y los mossí de Uagadugu llevan sus «razzias» hasta más allá del Níger.
Son precisamente los songhai quienes heredarán la hegemonía malinké, reeditarán
sus fastos y continuarán la tradición de los imperios sudaneses; también sus
príncipes viajarán a La Meca dejando admirados, con su lujo, a los árabes;
también su capital -Gao-, a orillas del gran río Níger, espina dorsal y camino
de todos estos reinos, se convertirá en un brillante centro de cultura y
comercio.
Pero
las tierras sudanesas comienzan ya a ser agitadas por un nuevo y definitivo
cataclismo, en los horizontes atlánticos comienzan a perfilarse las velas
europeas y los exploradores blancos empiezan a trazar por el desierto, la
sabana y la selva, las sendas de la colonización. Pronto la naturaleza se
cerrará sobre los antiguos palacios y el harmattan, el viento ardiente
del Sahara, silbará sin eco sobre los huesos de los emperadores olvidados.
Sólo
de vez en cuando, bajo el techo de paja de una choza o las ramas frondosas del
árbol del juicio y las discusiones, un «griot» templará las cuerdas de su kora
y recitará, para oyentes cada vez más escasos, las proezas y el esplendor de
los ancestros:
«Oh,
hombres de hoy, cuán pequeños sois al lado de vuestros antepasados, y pequeños
en espíritu, pues os es difícil captar el sentido de mis palabras... En Keyla,
el poblado de los grandes maestros, he aprendido los orígenes y la historia del
Mandinga...»
De Manuel Serrat Crespo. Destino
nº 2152, enero de 1979 - África de ayer y hoy (1)
http://yaivi.blogspot.com
2 comentarios:
Muy interesante. Una de las cosas que hacían los ejércitos invasores era arrasar con la documentación y bibliotecas del país vencido para dejarlo sin asideros culturales, sin identidad. Es uno de los problemas de una literatura oral.
Un gran abrazo
Me ha gustado muxo me ha parecido mu interesante :)
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