miércoles, 12 de septiembre de 2012

ÁFRICA DE AYER: GHANA Y MALI, DOS ANTIGUOS IMPERIOS AFRICANOS.


África de ayer, memoria de los ancestros, imperios y reyes, batallas y conquistas, leyendas y cuentos. Esa también es nuestra África, tanta Historia desconocida.
Y para empezar en este gran viaje, el texto de Manuel Serrat Crespo, traductor y autor de varios libros, divulgador de la cultura de los países africanos francófonos…

A 350 kilómetros al norte de Bamako, en la actual república del Mali, la monotonía de la sabana se rompe de pronto para ofrecernos, puesta al descubierto por excavaciones y búsquedas la tumba de una ciudad. Sus ruinas nos hablan de una gran urbe comparable, por extensión y número de habitantes, a las que en su tiempo -siglos XI y XII- comenzaban a levantarse en Europa fruto del incipiente desarrollo del comercio y la artesanía. Es, al parecer -pues los estudiosos no se han puesto de acuerdo al respecto-, Kumbi, la antigua capital del legendario país del oro, origen y objetivo de caravanas que, atravesando el infierno arenoso del Sahara, ponían en contacto las riberas mediterráneas con las riquezas de Ghana, el primero de los imperios sudaneses de que dan noticias las crónicas de los viajeros árabes.
       
 Y cuando se contemplan esas ruinas, cuando se comienza a conocer una historia rica en acontecimientos y en convulsiones, sorprende la ignorancia, el absoluto desconocimiento que rodea -en España- los avatares de los reinos y los imperios del África subsahariana. Para cualquier español, el continente africano es, todavía, un amasijo de chozas de barro y salvajes emplumados cuyas características permanecen inamovibles generación tras generación, o simplemente se piensa en este continente como el feudo de tiranuelos más o menos ridículos, más o menos sangrientos que sumergen sus países en un caos político. Nada se sabe de su pasado y, sin embargo, el imperio de Ghana (que nada, o muy poco, tiene que ver con la Ghana actual -este país, situado en el Golfo de Guinea, tomó después de su independencia el nombre del antiguo imperio subsahariano-) fue fuerte y glorioso cuando Europa vivía las «tinieblas de la Edad Media». Fue fundado en el siglo IV de nuestra era, al parecer por una dinastía blanca substituida, inmediatamente, por los negros sarakolé. En el siglo VIII, sus soberanos elaboraron una compleja y perfeccionada administración pública, en la que no faltaban ni siquiera las tasas e impuestos a la importación y exportación de productos, y su riqueza en oro, cuyo origen era celosamente ocultado a los extranjeros, le convirtió en el principal proveedor del metal precioso para el área mediterránea, antes del descubrimiento de América. Ese esplendor, naturalmente, debía despertar las ambiciones y las ansias de conquista de quienes lo conocían, y el centenario imperio ghaneano tuvo que sufrir la invasión de los almorávides que, no obstante, tardaron un cuarto de siglo en apoderarse de su capital y no pudieron permanecer en ella mucho tiempo, marchándose sin dejar otra huella de su paso que una superficial islamización de las clases dirigentes sarakolé que justifica -a decir de los entendidos- la ausencia de figuras humanas en las artes del imperio.
       Tras la partida de los almorávides, llamados a sus conquistas hispanas, Ghana siguió subsistiendo como imperio, herida ya su pujanza que debía inclinarse, por fin, ante el empuje victorioso de Sundyatá, el león del Mandinga.



Amadou Hampaté Ba, escritor y sabio -con esa sabiduría tradicional africana que no es la riqueza de conocimientos sino la profundidad en la contemplación- ha dicho que hoy cuando, en África, muere un anciano su muerte representa lo que representaría en Europa el incendio de una biblioteca, porque la historia y la narrativa, la leyenda y la poesía africanas no existen, en su mayor parte, más que oralmente; África -el África subsahariana- es un universo de literatura oral, un universo cuyos conocimientos se transmiten de padres a hijos, de maestro a discípulo, y hoy los hijos, los discípulos, han desertado masivamente para alinearse en las filas del transistor y el automóvil, tal vez de la medicina y la ingeniería. Pero antes de la catástrofe final, antes de que los «bulldozer» derriben el último gigante de la selva cada vez más amenazada, antes de que todo un universo desaparezca tragado por la climatización y el asfalto, nos ha sido posible acercarnos todavía a la voz de los «griots», esas bibliotecas africanas, los hombres que acumulan y se hacen portavoces de la historia de todo un pueblo, para escuchar de sus labios el esplendor del Mandinga, el imperio del Mali.
       Cuando, en 1240, Sundyatá destruye y se apodera de la antaño poderosa Ghana, «el hombre de los múltiples nombres contra quien nada pudieron los hechizos» ha entrado a formar parte ya de la leyenda (o de la historia) africana. Nada le detuvo, ni el destierro, ni las intrigas familiares; sabiéndose elegido para un destino poco común, príncipe a quien los augures habían vaticinado un imperio, Sundyatá, «hijo del búfalo», recompuso y organizó un reino que tras la muerte de su padre se había dividido y caído en manos de Sumaoro Kanté, el hechicero rey de Sosso. A orillas del Sankarani, afluente del padre Níger, Niani -la ciudad cuna y tumba de Sundyatá- fue llamada, a partir de entonces, Niani-ba (Niani la grande), tal era el auge que adquirió la urbe; los mercaderes la engrandecieron y los emisarios llegaban de los cuatro puntos cardinales para pagar su tributo y someterse al rey del Mandinga.

Pero las conquistas malinké (que así llamaban los vecinos fulbé a los hombres del Mali) no debían detenerse tan pronto; empujado por los relatos de los «griots» que le hablaban de Dyul Kara Naini -el rey que, partiendo del este, llevó al occidente su poder y su imperio- Sundyatá, el último de los siete conquistadores del orbe, quiso emular sus proezas y, como el mismo Dyul (a quien los europeos conocen por Alejandro Magno), pero en sentido inverso, Sundyatá partió de poniente para dirigir hacia el este la fuerza de sus ejércitos.
       Inmensas fueron las posesiones y las riquezas del Mali, su fama traspasó el desierto en todas direcciones y los islamizados príncipes mandingos acudían a La Meca para realizar la peregrinación ritual. En 1324, Gongo Muza, el más grande de los sucesores del «hijo del búfalo», se dirigió a la ciudad santa acompañado por un inmenso séquito, cuya riqueza llenó de asombro y admiración a los hijos del Profeta; y, cuentan las crónicas, era tal la generosidad del soberano mandingo, tal la largueza de sus limosnas, que la cotización del oro cayó en los mercados de El Cairo durante el paso de su comitiva por la ciudad. A su regreso, Muza se llevó consigo al Mali numerosos y reputados artistas y filósofos árabes que hicieron de su corte un emporio de cultura que mantenía continuadas relaciones con los reinos de Marruecos y de Egipto.
       Sin embargo, como todos los demás, también el poderío mandingo se derrumbó aplastado por la decadencia de sus príncipes y por la rebelión de los pueblos sometidos ante las arbitrariedades de los administradores imperiales. Los songhai, tributarios del Mali, se liberan; los tuareg se apoderan de Tombuctú en 1435 y los mossí de Uagadugu llevan sus «razzias» hasta más allá del Níger. Son precisamente los songhai quienes heredarán la hegemonía malinké, reeditarán sus fastos y continuarán la tradición de los imperios sudaneses; también sus príncipes viajarán a La Meca dejando admirados, con su lujo, a los árabes; también su capital -Gao-, a orillas del gran río Níger, espina dorsal y camino de todos estos reinos, se convertirá en un brillante centro de cultura y comercio.
       Pero las tierras sudanesas comienzan ya a ser agitadas por un nuevo y definitivo cataclismo, en los horizontes atlánticos comienzan a perfilarse las velas europeas y los exploradores blancos empiezan a trazar por el desierto, la sabana y la selva, las sendas de la colonización. Pronto la naturaleza se cerrará sobre los antiguos palacios y el harmattan, el viento ardiente del Sahara, silbará sin eco sobre los huesos de los emperadores olvidados.
       
        Sólo de vez en cuando, bajo el techo de paja de una choza o las ramas frondosas del árbol del juicio y las discusiones, un «griot» templará las cuerdas de su kora y recitará, para oyentes cada vez más escasos, las proezas y el esplendor de los ancestros:
       «Oh, hombres de hoy, cuán pequeños sois al lado de vuestros antepasados, y pequeños en espíritu, pues os es difícil captar el sentido de mis palabras... En Keyla, el poblado de los grandes maestros, he aprendido los orígenes y la historia del Mandinga...»


De Manuel Serrat Crespo. Destino nº 2152, enero de 1979 - África de ayer y hoy (1)

http://yaivi.blogspot.com 

2 comentarios:

El Drac dijo...

Muy interesante. Una de las cosas que hacían los ejércitos invasores era arrasar con la documentación y bibliotecas del país vencido para dejarlo sin asideros culturales, sin identidad. Es uno de los problemas de una literatura oral.

Un gran abrazo

IvanBalt dijo...

Me ha gustado muxo me ha parecido mu interesante :)